Desde hace tres decenios, los trazos de las historietas delinean un mapa afectivo y simbólico de Medellín. Las vidas cotidianas de los adolescentes, los callejones sentimentales de sus habitantes, el desafío diario de vivir en una urbe con millones de personas apiñadas en el metro o en los edificios son temas de los que se han ocupado los dibujantes. Muy en consonancia con los relatos del Yo de la literatura, el cine y la música.
En los últimos años, el circuito del cómic —que hasta hace poco ocupaba los márgenes editoriales y culturales—se ha desplazado al centro del radar de lectores, editores y libreros. Este paso de las periferias al brillo de los reflectores no ha sido sencillo: en él han contribuido, por supuesto, los proyectos estatales —becas de publicación y estímulos de los presupuestos de cultura—, y han sido vitales los esfuerzos de los autores que han transitado diferentes caminos para llevar a las manos de los lectores el trabajo de sus lápices y plumillas.
Para César Leguizamón, director académico de Cómic Con Colombia, ni en el país ni en la ciudad hay industria del cómic. Hay, sí, empeños individuales y colectivos para posicionar en el interés de la cultura las obras del llamado noveno arte. Al carecer de un aparato editorial sólido, la mayoría de los autores acude a las estrategias de la autopublicación, de montar en redes sociales sus historias —en esto el caso de Carlos Andrés Martínez, Casetera, es sintomático— en la búsqueda de los públicos.
Aunque se han dado pasos en la dirección de profesionalizar el oficio, todavía los frutos de la narración gráfica no son lo suficientemente grandes para la completa autonomía económica. A pesar del éxito y la perseverancia, los autores de cómic deben ocuparse en otras profesiones para librar los compromisos inmediatos de la comida y la vivienda.