Cleotilde Henry Valbuena, desde la isla de San Andrés; Nilda Meléndez, en el barrio cartagenero de Getsemaní, junto con Deyanira Peña desde el departamento del Cauca y Aura Dalia Valencia, en el Valle del Cauca, cuentan sus vidas y cómo apoyan a sus comunidades en momentos difíciles.
A todas les sobra el valor y, en medio de muchos dolores, tienen una alegría que regalan con generosidad y que han conseguido gracias al trabajo con sus comunidades que son su razón de ser y resistir. Les contamos sus historias.
Tía Cli, de San Andrés: el arte de las posadas
Cleotilde Henry Valbuena es la Tía Cli, de San Andrés, orgullosa raizal y una de las guardadoras de las posadas nativas de la isla.
Cuenta que en estos días “la isla está en su furor, hermosa como antes, es increíble ver cómo está de bella –se le oye la emoción–. Yo creo que todos los isleños quieren ver surgir a San Andrés nuevamente, volvieron las aves, la vegetación, el mar está tranquilo, en su plenitud”.
Tía Cli, como es conocida, viene de originarios de Belize y hace parte de la Asociación de Posadas Nativas, que trabajan con el turismo enseñándoles a los visitantes las prácticas culturales locales.
Nilda Meléndez: cabildante de Getsemaní
Hace varios años, en la fiesta del cabildo del barrio Getsemaní, la reina de la actividad –que iba a ser la folclorista Delia Zapata Olivella– no pudo llegar a Cartagena.
Así que llamó a su amiga Nilda Meléndez, también de Getsemaí, y le dijo: “Tú eres la reina, ya te mandé todo para las danzas y lo demás”.
Cuando llegó el paquete estaban el vestido y los adornos, pero no los zapatos. “Llamé a Delia para preguntarle qué me ponía”, cuenta Meléndez.
“Nada –le dijo la folclorista– bailas en planta de pie, porque de lo contrario se pierde la memoria”.
Entonces, entendió por qué el usar zapatos hace perder ese pasado y por qué se perdió la memoria del cabildo en el continente: por no guardar la información, por los cambios del mundo, porque las ciudades crecieron y la gente tomó otros caminos.
“Incluso se perdió mucha música, pues teníamos grabados los toques pero no los cantos y cuando fuimos a buscar a quien los guardaba, había muerto”.
Por todo lo anterior, esta abogada, con un magíster en gerencia de gestión cultural, es primero getsemanisense, habita este barrio cartagenero y ahí está, en pie de lucha para que lo que queda no se pierda, para tratar de recuperar lo olvidado y para cuidar cada pared, cada persona, cada frito y cada dato del pasado que consigue en sus viajes.
Aura Dalia Valencia: ‘Hay que aprender desde el hacer’
Aura Dalia Valencia trabaja por la esperanza y su palabra es alentadora. Hace parte de la Red de Mujeres Afrolatinoamericanas, Afrocaribeñas y de la Diáspora, una organización que es un espacio de reflexión y compromiso para trabajar por los derechos de las mujeres negras en su calidad de ciudadanas plenas y comprometidas con la construcción de naciones más justas y equitativas.
Por eso, una de las preguntas en su trabajo es esa: “¿Qué pasó con la palabra alentadora?”, y ella misma se responde: “Hay que darla en ese día a día de los ancestros. No te puedes quedar ni cerrar el libro. Estoy viva y siempre nace un nuevo sueño, un nuevo camino”.
Por eso, una de sus apuestas es el Centro de Formación y Empoderamiento Ambulua, “que es un término africano que significa ‘luz que ilumina mi pensar, volver a levantarse, a caminar’ ”, sigue.
Deyanira Peña, una mujer que resiste en el Cauca
Eran muchas las necesidades y muy poco lo que se había hecho, así que a los 20 días de manifestación, el gobernador tuvo que ir a oírlos. “Nosotros estábamos sin agua, sin vías pavimentadas y además, necesitábamos colegios para evitar que los muchachos tuvieran que ir hasta Robles o Santander de Quilichao a terminar el bachillerato, que están a diez minutos en carro o a una hora caminado y eso nos estaba llevando a una gran deserción”, cuenta Deyanira Peña, lideresa de La Balsa, corregimiento de Buenos Aires.
El paro dio resultados y se consiguieron recursos para ir avanzando. “No estábamos pidiendo, sino reivindicando nuestros derechos”, dice.
Su trabajo, cuenta, es “hacer resistencia”. La Balsa, agrega, es un lugar hermoso que tiene muchos recursos naturales, pero, como buena parte de ese departamento, ha sufrido los rigores de la violencia desde distintos generadores.
Deyanira, que tiene unos 50 años, aún recuerda los días oscuros de julio del 2000, cuando llegaron los paramilitares y la gente salió a resistir. “Hombres, mujeres y niños nos pusimos a bailar jugas (ritmo del Pacífico colombiano), mataron a muchos, pero no dejamos de aguantar a través de la cultura, que es uno de nuestros bienes más preciados”.
Esta zona del Cauca es agrícola y ganadera, tiene un buen clima y sus habitantes han buscado perpetuar sus tradiciones negras, y aunque estos días no sean los mejores, “es importante apoyar las medidas del gobierno, para poder seguir”.
Por eso, Deyanira y su gente han estado pendientes de que no se presenten aglomeraciones y que la gente no se reúna tanto, aunque no es fácil.
“Uno debe hacer conciencia, eso es parte del trabajo. En lo pequeño, donde uno está, que es su municipio y sus corregimientos, así como en el departamento y en la nación. El trabajo es duro, pero a mí me gusta”, dice.